No me escucho bien. Mi voz atacada por la afonía parece que no va a llegar a la subida de tono del estribillo. Y para colmo la guitarra desafinada. Habrá sido debido al cambio brusco de temperatura del gimnasio al salón o simplemente por ensayar. Todo ello crea una inseguridad en mí tremenda y con ella llega también la incertidumbre y desconcierto. Me empiezo a equivocar con los acordes... Me levanto y sin pensarlo me dirijo hacia un lateral del escenario, donde se encuentran los del teatro, buscando un punto de apoyo y diciéndoles que no puedo seguir, que suspendan mi actuación. Pero el público pide que salga, animándome. Me siento impotente. Pero a contracorriente del miedo y frente a la presión salgo.
Lo único que quiero es que corra el tiempo, bueno, rectifico; que corra no, que vuele, y terminar esos momentos de total desconcierto ante algo que había esperado con tantas ganas e ilusión desde hace un año.
Toco mi canción, aunque a medias. Con la guitarra desafinada, luchando contra mi afonía, con los acordes equivocados, dándolo todo por perdido, desanimada. Llego a la mitad de la canción y sin pensarlo dos veces decido darla ya por terminada. Doy las gracias a ese pedazo de público, al cual siento haber defraudado. Me dirijo al gimnasio. Y ahí aparece él en mi busca, en el justo momento en el que estoy buscando su hombro desconsoladamente, ese punto de apoyo que nunca me falta. Su calor, la seguridad que me aporta. Y entonces es cuando rompo a llorar.